Cuando Louis XIII erigió un pequeño pabellón para pasar estancias de cacería, nunca imaginó que esta construcción daría pie para uno de los más magníficos palacios de la historia: Versalles.
Su hijo Louis XIV ordenó levantar el edificio más avanzado del siglo XVII para albergar la corte y, no queriendo demoler el palacete paterno, lo rodeó de una magnificencia arquitectónica denominada l’envelope – el envoltorio. Versalles es de estilo italiano. Las dependencias importantes están en el primer piso; jamás a ras de tierra. Se comunican los salones estilo enfilade: uno tras otro, todos en fila, sin puertas, sin concepto de privacidad. Los apartamentos del rey en un ala y, en la otra, los de la reina. La unión entre ambos una terraza con fuente que, eventualmente, desapareció para dar lugar al esplendor barroco de la galería de los espejos, testigo de innumerables bailes, recepciones y, cuando fue necesario, habilitada como salón del trono.
Esta inmensidad albergó a diez mil personas y dos mil caballos. Se diseñaron avenidas con estatuas y fuentes; se trasplantaron árboles ya maduros traídos de todo el reino: el Rey Sol no tenía tiempo para esperar a que los árboles crecieran.
Se cambió el curso de un río para el abastecimiento de agua. Versalles, durante un período de tres reyes, fue el corazón y la mente del reino, residencia y gobierno, alianzas políticas, foco de cultura con pinturas de las glorias de Francia, muebles exquisitos, el desarrollo del ballet, la música de Lully, el teatro de Moliére y de Racine. Lanzó la moda de los zapatos con tacón, pelucas masculinas, vestidos femeninos tan anchos y tocados de cabellera tan altos que hubo que alterar el tamaño de las puertas. Toda Europa copió en piedra y mármol lo que es Versalles: exceso sublime.