Con el tiempo comprendí que el arquitecto no solo diseña espacios; también narra realidades. A través de la observación cuidadosa y el entendimiento del contexto, podemos leer el alma de una ciudad, de una comunidad, de una época. La fotografía me ha ayudado a pulir esa sensibilidad. Me ha enseñado a observar no solo lo construido, sino también lo que sucede en torno a ello: cómo las personas habitan, cómo se apropian de los espacios, cómo transforman con su presencia lo que parecía inerte. Ese es el verdadero valor del oficio: diseñar con empatía, entendiendo al ser humano como el centro de toda experiencia espacial.
Me di cuenta entonces de que esta combinación —arquitectura, fotografía y viajes— se había convertido en algo más que una suma de intereses: era mi forma de mirar el mundo, de entenderlo y de encontrar mi lugar en él. Esta mezcla ha sido clave tanto para desarrollar nuevos proyectos arquitectónicos como para enriquecerme como persona. Me ha enseñado a observar con atención, a valorar las diferencias culturales, a entender que cada rincón del planeta tiene algo que enseñarnos.
Hoy, más que nunca, agradezco haber seguido ese impulso creativo, haber confiado en mi intuición y haberme atrevido a explorar. He encontrado en esta integración de disciplinas una forma de expresarme, de construir una narrativa personal y, sobre todo, de compartir una visión del mundo. Por lo que me gustaría concluir con lo siguiente: si alguna vez has sentido ese deseo de salir, de mirar con otros ojos, de capturar lo que ves y sientes, no lo ignores. Si te llama la atención combinar distintas disciplinas —como la arquitectura, la fotografía o cualquier otra forma de arte— hazlo. No necesitas tener todo resuelto para empezar. La vida es demasiado corta para no intentarlo. Atrévete a vivir experiencias nuevas, a mirar con atención, a crear desde lo que te conmueve. Porque al final, lo que hoy parece un momento fugaz, puede transformarse en algo eterno si tienes el valor de capturarlo.
A este fenómeno se suma la gentrificación, un proceso en el que las áreas con mayor potencial de recuperación atraen a nuevos residentes de mayor poder adquisitivo, lo que eleva aún más los precios de la vivienda. Esto genera una creciente desigualdad socioeconómica, creando un ciclo vicioso, la falta de viviendas accesibles y la migración forzada empeoran la situación. La asequibilidad de la vivienda se ha vuelto una utopía para muchas familias en Acapulco. Con salarios promedio de $4,500 MNX mensuales, datos publicados por la Secretaría de Economía (2024), los habitantes tienen dificultades para acceder a viviendas de interés social, cuyo costo puede llegar a más de $1.9 millones MNX.
Además, el alquiler mensual promedio en dichas zonas supera los $5,000 MNX, lo que hace prácticamente imposible que puedan comprar o alquilar una vivienda.
Esta disparidad económica, junto con el aumento de los costos de los materiales de construcción y el desplazamiento por la gentrificación, empeora la crisis de vivienda en la ciudad. La escasez de terrenos adecuados para la vivienda de interés social y la falta de políticas públicas eficaces agravan más esta crisis.
El municipio ha experimentado un estancamiento en la creación de proyectos de vivienda accesibles y resilientes ante fenómenos climáticos extremos, como huracanes y sismos.
Esta situación obliga a muchos habitantes de ingresos bajos y medianos recurrir a los asentamientos informales o desplazarse a zonas de la periferia, lo que intensifica las desigualdades sociales y económicas en Acapulco.
Esto genera una creciente desigualdad socioeconómica, creando un ciclo vicioso, la falta de viviendas accesibles y la migración forzada empeoran la situación.
La asequibilidad de la vivienda se ha vuelto una utopía para muchas familias en Acapulco.